Este domingo vemos la pregunta de un escriba por el primero o más importante de los mandamientos. La respuesta del Señor nos lleva a la primera lectura, donde se indica que se debe amar a Dios con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas. Sin embargo, el Señor Jesús indica que debe ser también con toda la mente. Esta novedad nos lleva a ver la profundidad de todo lo que compone lo humano puesto al servicio del amor. Este es el mandamiento que resume la ley y los profetas.
En este diálogo entra en juego la discusión que los judíos tenían acerca de la ley divina y cómo cumplirla, puesto que veían como inalcanzable su cumplimiento debido a la debilidad humana. Para ese entonces, la ley contaba con seiscientos trece mandamientos, que se distinguían entre grandes obligaciones y pequeños detalles, los cuales debían ser cumplidos con el mayor cuidado. Es por esto por lo que la pregunta del escriba resulta fundamental para todos, es decir, sí existe un mandamiento que no se debe dejar de cumplir para agradar a Dios, al cual se le debe poner mayor atención. La respuesta del Señor Jesús va dirigida al esfuerzo de cada uno, esto es sin importar cuan grande sea el corazón o cuan larga sea la vida o cuanta fuerza tengamos, lo que importa es que sea con todo lo que somos y hacemos.
El ser capaces de amar a Dios es propio de nuestra naturaleza de «hijos de Dios», pero el hacerlo depende de cada uno. La premisa de amarlo con toda la mente significa que el amar a Dios es completamente razonable, ya que la razón humana ha ido profundizando el conocimiento universal y lo seguirá haciendo. Ésta debe estar también al servicio del amor, es decir, que todo acto racional, como sentimental y vital debe estar dirigido con un fin último que sea amar a Dios. Más aún nuestros pensamientos deben configurarse con el pensamiento de Dios, esto significa entrar en plena comunión con aquel que sabemos que nos ama.
Entonces, las debilidades de nuestra vida no son un impedimento para amar a Dios, sino son la realidad que nos enseña a amar.
El segundo mandamiento, que es amar al prójimo como a uno mismo, hace que no les demos a los demás el fruto de nuestra debilidad, sino más bien el esfuerzo de haber dado lo «mejor» de nosotros en cada encuentro fraterno. El cumplimiento de la ley divina consiste primero en amar a Dios, ya que de Él nos viene la fuerza para amar al prójimo y a nosotros mismos. Que podamos esforzarnos por amar a Dios aún en nuestras debilidades.
P. Luis Miguel Aldaz.