Durante el jubileo del año 2000, san Juan Pablo II estableció que en toda la Iglesia el domingo que sigue a la Pascua, se denominara Domingo de la Divina Misericordia. Esto sucedió en coincidencia con la canonización de sor Faustina Kowalska (1905-1938), humilde religiosa polaca, celosa mensajera de Jesús misericordioso. El mensaje que de Dios transmitió sor Faustina se adecua a los hombres de todos los tiempos: «La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la Misericordia Divina» (Diario, p. 132). ¡LA MISERICORDIA DIVINA! Este es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y que ofrece a la humanidad.

Y precisamente esto es lo que hemos escuchado hoy en el Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu, el Espíritu Santo: «A quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados...». El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la Misericordia Divina. Da la posibilidad de volver a comenzar siempre de nuevo. En el Sacramento de la Reconciliación, se vive de una forma privilegiada la misericordia de Dios, es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Jamás debemos olvidar que la misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona.

Finalmente, en esta semana tratemos de acercarnos al sacramento de la Reconciliación para experimentar la Misericordia de Dios que nos invita a la conversión; además, agradezcamos al sacerdote que nos confiesa ya que gracias a él podemos sentir la Misericordia de Dios y en último lugar busquemos ser difusores de la Misericordia Divina por medio de la práctica de las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.

Que los ojos misericordiosos de la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros, para que confiados en su ayuda materna sigamos su constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la Misericordia de Dios.

P. Ángel Tapia E. Centro Teológico Pastoral Arquidiocesano 

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