Hoy escucharemos la narración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Marcos. Durante esta Cuaresma, los discípulos-misioneros de Cristo nos hemos preparado para acompañarlo en este recorrido y para seguirlo en el camino de la Cruz hasta la gloria de su Resurrección.

Como Iglesia seguimos saludando a Cristo en la Sagrada Eucaristía con la alabanza del «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Mc 11, 9). Es Cristo que sale a nuestro encuentro y toma la iniciativa de entrar en nuestro tiempo para incorporarnos a su «“subida” hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo» (Papa Benedicto XVI, Jesús de Nazaret III, p. 22).

En el corazón de la Cena Pascual, Cristo ofrece su Cuerpo y su Sangre como sacrificio. «Desde aquel momento a Dios no se lo compra nunca más, porque Él siempre se dona. El altar no es más el lugar en donde las víctimas son sacrificadas, sino el lugar del don, de la gracia. No hay otro sacrificio que la «ofrenda de la alegría»… No hay otro sacrificio fuera del amor» (André Gouzes, La noche luminosa, p. 81). 

El punto ápice de la Pasión es el Hijo de Dios crucificado. La Cruz es el eje de la historia (axus mundi). Todo el mal instaurando en el mundo se derrumba alrededor de la Cruz. Cristo desde el altar de la Cruz comienza a generar un mundo nuevo, porque el amor de Dios ha sido más fuerte que la muerte. La violencia, la traición, el engaño, la injusticia, la corrupción, el pecado y la muerte no han tenido la última palabra. 

El relato de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo termina con el último grito del Hijo de Dios Crucificado: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34). Este grito orante de Jesús sella la donación de su vida a Dios y a la salvación de la humanidad. Este grito divino-humano del Crucificado conduce al centurión al grito de la fe: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39b). 

Pongamos la totalidad de nuestra historia en las manos del Padre. Es tiempo de volver a rasgar nuestras gargantas con el grito del orante: «¡Hosanna!» que significa «¡Ayúdanos, sálvanos!». Dios nos necesita ahora más que nunca. La Sangre de Cristo nos sigue hermanando. Que la Virgen María nos ayude en estos días santos a seguir soñando «como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (Papa Francisco, Carta encíclica Fratelli tutti, 8). 

P. Sebastián Bladimir Panizo Sosa

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