Jesús se transfiguró para infundir confianza en sus discípulos (Pedro, Santiago y Juan), que pronto serían testigos de su aparente fracaso, con su pasión y muerte en la cruz. Jesús los anima mostrándoles quién es realmente, anticipándose a la victoria de la resurrección; por un momento los ojos de los discípulos se hacen capaces de ver «las realidades invisibles», la verdadera identidad de Jesús: no solo el verdadero hombre, sino también el verdadero Dios.
Jesús los lleva a una montaña alta. La montaña en la Biblia es el lugar donde Dios se da a conocer; del Sinaí con el don de la ley, pasando con Elías del monte Carmelo al monte Tabor, donde Jesús se revela en su resplandeciente belleza. Dios es hermoso, de una belleza como ninguna en el mundo. Aparecen Moisés y Elías, figuras de la ley y de los profetas, que conversan con Jesús. Representan las Escrituras que nos hablan de Jesús: es decir, donde se puede entender su luz, quién es realmente el Hijo de Dios.
Dios Padre, con una sola frase, lo confirma: Este, es mi Hijo amado: ¡Escúchenlo! Escucharlo a él, no al parloteo del mundo. Escuchémosle hablarnos a través de la Biblia, a través de su Iglesia y en el secreto de la conciencia. Y aquí Pedro, dice: «Maestro, qué bien se está aquí». Tiene razón: ¡es bueno estar contigo Señor y conocerte! La verdadera belleza es estar con Dios, es conocer su verdadero rostro, amarlo, seguirlo: ¡Lo importante es estar con él! «Lo que seduce a Pedro no es el esplendor del milagro o el encanto de la omnipotencia, sino la belleza del rostro de Jesús, la imagen alta y pura del rostro del hombre, como lo soñó el corazón de Dios» (E. Ronchi). Estando con Jesús, emerge también nuestra verdad, esa belleza divina de nuestro ser celestial que lamentablemente, desde el pecado original y con nuestro posterior «sí» al mal, hemos desfigurado en resentimiento, egoísmo, tristeza, oscuridad y miseria. Como seres hermosos, creados a imagen y semejanza de Dios, a menudo nos hemos desfigurado; nos dejamos acostumbrar a la fealdad, a la mentira, a la indiferencia, al silencio, a la esclavitud del materialismo.
Solo la belleza de Dios puede devolver al mundo la belleza que hemos desechado. Después de la terrible desfiguración del pecado, Jesús propone su transfiguración, su belleza para el retorno a la belleza, a la verdad, a la vida con Dios y en Dios. Jesús nos muestra quién es y quiénes podemos ser en él y con él, nos contagia el encanto de la belleza y su nostalgia. Esa belleza que brilla en los santos, en los hombres y mujeres capaces de entregarse, en los jóvenes generosos y comprometidos con el bien. ¡Solo la belleza salvará al mundo! (F. Dostoievski).
P. Ángel Tapia E. Centro Teológico Pastoral Arquidiocesano