«Te felicito, siervo bueno y fiel entra a tomar parte de la alegría de tu Señor».
La parábola de los talentos hace parte del discurso escatológico de Jesús sobre el anuncio de la destrucción de Jerusalén y su templo. Jesús quiere «que los discípulos estén constantemente preparados para la venida del Hijo del hombre» (Comentario Bíblico Internacional, p. 1198).
Sabemos que el hombre de la parábola que va a partir de viaje es Jesús, que va a iniciar el camino de la Pascua. Sus servidores somos cada uno de nosotros. Y los talentos son el patrimonio que él nos ha entregado. Estos talentos pueden ser: la Palabra de Dios, la Eucaristía, los sacramentos, la fe, la esperanza, la caridad, la reconciliación, la paz, entre otros. Es importante resaltar que estos talentos no solo deben ser custodiados, sino que deben multiplicarse hasta que Él vuelva.
En el desarrollo de la parábola, los dos primeros siervos se mueven desde la fecundidad del amor para cumplir con la misión, mientras que el tercero se deja ganar por la pereza y sepulta su talento. Muchos de nosotros podemos identificarnos con este último siervo que sufre del «mal de la autoridad», es decir, que hacemos las cosas, solo si alguien nos está supervisando. Y cuando ya nadie nos ve, nos despreocupamos de cumplir nuestros deberes y obligaciones. Jesús quiere que nos mueva el amor y no el miedo al castigo. Porque el miedo atrofia la capacidad donativa y creativa del amor que nos da como «recompensa una fecundidad incalculable, eterna» (Hans Urs von Balthasar, Luz de la Palabra, 118).
En el desenlace de la parábola nos sorprende la inmensa fe que Jesús tiene en nosotros. Él nos ha entregado un don-talento viviente, su amistad, su filiación con el Padre, el agua viva del Espíritu Santo. No guardemos este talento. ¡No decepcionemos a Jesús! En este sentido, el papa Francisco nos pregunta: «¿A quiénes hemos “contagiado” con nuestra fe? ¿A cuántas personas hemos animado con muestra esperanza? ¿Cuánto amor hemos compartido con nuestro prójimo?» (La sorpresa de la fe, 217).
Replegarnos sobre nuestros miedos es morir. Está parábola nos pone en salida, desafía a la Iglesia a abandonar una pastoral de la mera conservación de las estructuras (cf. Aparecida, 365). Todos estamos llamados a iniciar una conversión pastoral hacia un permanente estado de misión en el que anunciemos a tiempo y a destiempo que Jesús es el Uno y Todo de nuestra vida, que es Amor y el Fuego de nuestro corazón. Por ende, la Iglesia tiene «la misión de mantener vivo el fuego más que conservar sus cenizas» (Papa Francisco, Querida Amazonía, 66).
Que María Santísima que acogió en su vientre y en su corazón al Hijo-Talento de Dios y lo ofreció generosamente a la humanidad, nos ayude a seguir jugándonos el todo por el Todo, por su Hijo, por Jesús, por quien late nuestro corazón. Amén.
P. Sebastián Bladimir Panizo Sosa