En todas las misas comenzamos pidiendo perdón a nuestro Padre Dios y a nuestros hermanos. Porque no tiene sentido querer participar de la santa Eucaristía, que es algo tan de Dios y que compartimos como sus hijos, si no estamos reconciliados con el Padre y con los hermanos. Como dice el sacerdote: para poder «celebrar dignamente estos sagrados misterios» es necesario «reconocer nuestros pecados».
¿Y cuáles pecados debemos reconocer? Los pecados contra Dios y contra los demás. Porque «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Además, como dijo el Señor, «amar al prójimo como a sí mismo» es un mandamiento parecido al primero de «amar al Señor nuestro Dios» (Mt 22, 37-39). De ahí su mandato: «Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5, 23-34).
Por eso no debemos hacer el acto comunitario de arrepentimiento (se llama «acto penítencial») de manera superficial o con poca atención, sino de corazón. Que sea un acto de verdadera sinceridad, que nos prepare profundamente para el resto de la misa. Por eso hay un breve momento de silencio y reflexión, antes de comenzar a decir, todos juntos: «Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes, hermanos...».
Que recitar que hemos «pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión» no sea una fórmula vacía, sino que lo sintamos de verdad. Será el mejor «beso de saludo» a nuestro Padre celestial al comienzo de la misa.
Con afectuoso saludo y paternal bendición,
+Eduardo Casiillo Pino
Administrador Apostólico